Saturday, July 01, 2006

EL MENSAJERO.

Camina lentamente. Levantando un poco de arena con sus chanclas roídas. Cabizbajo y absorto, avanza con paso incierto en línea paralela al mar. Las olas vencidas llegan a sus pies, lamiéndole las uñas, robando algo de mugre. El viento salado se aloja en su barba canosa. Un cartel cuadrado, pintado a mano en negro y rojo contra un fondo amarillo, cuelga de sus hombros, sujeto con hilo pavilo.

A su alrededor, el sol destella en anteojos de última moda, en torsos bronceados, en paraguas multicolores. Ráfagas de merengues y bachatas duelan por dominio. El rumor de las olas se rinde y se esconde, pero nunca se va. Risas y gritos, la multitud de revuelve en tiras de frisbee y corridas de fútbol.

Camina él, en cámara lenta, imposible, eterno.

Lo vi por primera vez a finales de enero, una semana exacta después de la noche en que conocí a Aida, con sus revuelos de tul blanco y sus cabellos apretados. La sonrisa que llena el espacio vacío del escote. Tres bailes, y me dejo besarla en el balcón –solos, la ciudad brillando abajo, la fiesta ahogada detrás de las enormes puertas de vidrio. Si Marce, quien nos vio perpleja desde una mesa al lado del bar, no fuese testigo sin intención, ni yo mismo lo hubiera creído.

Fue ella –Aida- quien me trajo aquí. Bajo el pretexto de tomar algo de sol, de respirar aire puro, me convenció de faltar a la clase de judo que Mamá paga tres veces a la semana, y sentados en las piedras lisas que esperan el mar, me arremetió con su lengua, llevando mis manos al vacío de su escote, llenando mi oído de gemidos y saliva y palabras soeces.

Desde ese día se creo un “nosotros,” y este trozo de costa sería “nuestro.” Con los diez chavos del judo tomaba un taxi hasta su casa, tomábamos batidos de chocolate en la hamburguesería de la esquina, y caminábamos tomados de la mano hasta nuestra playita. En las piedras planas –nunca en la arena, cuyos granos delatores se adherían a todo- hablábamos poco y nos besábamos mucho, mientras el sol se ponía sobre la bahía hedionda.

Ella recibía toda mi atención.

Hasta el día que me lo apuntó, encorvado, avanzando lentamente en la distancia. Iba cargado de paquetes y sacos toscos repletos de latas achurradas. El peso le hacía tambalearse. Parecía llevar un gran cartón ceñido al pecho.

“Mira el loco,” me dijo Aida con entusiasmo. “Siempre de un lado pa’ otro, con el cartón y el mensajito…”

La miré un poco confuso, pero ella no reparó en mí.

“Vamo’ a dale pedrá’s!”

Alcancé a fruncir el ceño en señal de disgusto, pero ella ya se había echado a correr hacia el hombre. Sin detenerse, como si lo hubiera practicado miles de veces, se agachó y tomó un manojo de piedras lisas. Miré mientras se empequeñecía en la arena. A medio tramo, aparentemente se enteró de yo, residente observador de las piedras, no la acompañaba. Se detuvo y miró a su alrededor.

Cuando me vió lejos, inmóvil como las mismas piedras, hizo un gesto grosero en miniatura y lanzó sus municiones al mar en un arco de enojo. El hombre continuó su camino sin enterarse.

La diminuta Aida regresó a su tamaño normal, tomó su toalla, se sacudió la arena de los pies, y me habló sin mirarme.

“Quiero irme pa’ la casa.”

No regresamos tomados de la mano.

Es más, no nos dimos la mano por varios días, ni nos vimos. Saludos semi-cordiales por teléfono, para no desconectar del todo.

Los diez chavos se perdían en legítimas patadas de judo, pero aún así yo regresaba a la playita. Tomaba un bus, caminaba sin batido de chocolate, y solitario me sentaba sobre la arena a esperar. Esperando encontrarme al hombre encorvado en su peregrinación diaria; al principio le observé de lejos, estudiándolo, inventando mil conjeturas sobre su vida y las circunstancias que lo depositaron aquí, sucio y viejo, deparando por una playa tosca de la capital.

Luego fijé mi atención en el cartel que llevaba al pecho, orgulloso, como si fuera la culminación del esfuerzo de toda una vida –un trabajo de suma importancia. Nunca me acerqué lo suficiente para descifrar lo escrito en el cartel –las letras eran delgadas, al ángulo ilusorio, mi valor elusivo.

Pero escribí en mi mente mil carteles con los mensajes más importantes que hay, frases de Shakespeare, de Sastre, de Jesús, misterios incalculables elucidados en pocas palabras por mentes brillantes. Breves oraciones saturadas de verdad, de intelecto, de las experiencias de una vida difícil pero justificada en experiencias. La perspicacia de un genio séptico, de inteligencia olvidada y enterrada como un fósil bajo capas de tierra y años de insignificancia.

El hombre es un profeta en andrajos, un mártir, un sabio olvidado. Un mensajero.

Y yo soy su discípulo anónimo. El único par de ojos que atienden sus lecciones diarias, que se desenreda de la telaraña alucinante de nuestras vidas y le presta la atención requerida, dándole sentido a su cruzada, propósito a su existencia.

Al cabo de muchos días, casi una semana entera, las inconsecuentes conversaciones telefónicas de cada día finalmente dan fruto.

“Mañana vamo’ a la playa… ¿Te quieres llegar?”

El peso de nuestro aniversario la ha derrotado.

“Ven pa’ mi casa temprano. Mi prima Mireya viene con nosotros.”

Así, en plena mañana de sábado, por fin en la arena, con toalla y lociones, entre botellas de agua y pequeños sándwiches preparados esa madrugada por la prima Mireya, Aida retoma mi mano.

A nuestro alrededor, el sol destella en anteojos de última hora, en torsos bronceados, en paraguas multicolores. Ráfagas de merengue y bachata se encarnizan en batalla. La multitud se revuelve entre risas y gritos, entre tiros de fresbee y corridas de fútbol.

Y él camina lentamente entre la gente, cargado de bolsas traslúcidas, reventando de lleno, portando su cartel como un estandarte. Algunos lo miran con ojos curiosos, casi todos lo descalifican de inmediato como una broma visual, una abominación de este día soleado y sin nubes, un entretenimiento más que compite con los radios y la cerveza y las abundantes nalgas de las mujeres en tanga. Que siempre compite para perder.

Nadie se detiene a leer el cartel.

En media historia de Aida chismorreando sobre algún pormenor de la semana, me levanto sin vacilar.

Aida corta su monólogo abruptamente y me mira. Sus ojos son círculos árticos, impenetrables.

Al primer paso, estrujo bajo mi pie descalzo un sándwich de jamón del diablo de la prima Mireya.

“¿Pa’ onde tu vas?”

Pero ya estoy fuera de la toalla, corriendo playa abajo, codeando gente para sacarlos de mi camino.

Imagino que Aida, atónita, me ve empequeñecer sobre la arena.

Veo su cabeza desgreñada entre la gente. Aparto a una pareja –una mujer pequeña y tetona quien rebota con un aullido del cuerpo musculoso de su novio. Oigo gritos, amenazas, pero no me detengo.

Trastabillo con un perrito chillón, salto sobre un niño enterrado en la arena. No me detengo. Al fin, una zancadilla sale como una víbora de entre la multitud y me voy de bruces, desbocado, hasta que aterrizo, despeinado y apanado de arena, prostrado ante la extraña figura del mensajero. Una ola tímida me lame las rodillas.

El mensajero me mira con ojos distantes, el izquierdo cubierto de una gasa lechosa que le da al hombre un aire de misterio.

Sobre el pecho, con letra clara y legible, el cartel de cartón arrugado, doblado en las esquinas y manchado de grasa en el centro.

Y el mensaje. Escrito en letra de molde, un poco infantil, todo en mayúscula.

Lo leí detenidamente, acariciando cada palabra, absorbiendo cada letra, durante el corto tiempo antes que el mensajero resumiera su marcha lenta y pasara de largo.

Caminaba lento, levantando un poco de arena con sus chanclas roídas.

Y yo reía, en voz alta, cubierto de arena hasta adentro de mis oídos. Reía y me miraba la multitud con curiosidad, momentáneamente distraídos de sus coolers y sus pachangas.

Entre risas alcancé a ver a Aida, quien volteaba sus ojos, recogía sus cosas, tomaba a la prima Mireya por el antebrazo, y partía sin mirar atrás.

La multitud no me ve más, me descalifica.

Riendo aún, pero riendo sólo por dentro, salto al mar en dos grandes zancadas. Me limpio la arena, y me echo a nadar.

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