Saturday, July 01, 2006

CICLÓN.

Lázaro camina con prisa, sorteando las calles de la ciudad decrépita. Los años se aferran a las fachadas como un hongo; mugre y polvo y hollín ennegrecen las columnas y paredes, colándose en los recovecos de los detalles ornamentales y herrumbrando los balcones. A su alrededor, todo es bullicio: cientos, miles de personas agolpan las aceras –una muchedumbre que se despierta y desenreda sus tentáculos en las calles para batirse con las bicicletas y los autos.

Lázaro sigue su rumbo sin detenerse, esquivando los cuerpos y los bochinches, negándose a participar en la coreografía desenfrenada de las aceras. Bajo su brazo, un portafolios de cuero importado –un regalo- atiborrado de papeles oficiales y formularios con timbres legales, cada hoja ordenada por tema y función y colocada en riguroso orden. En un bolsillo interior del portafolios viajan cuatro pequeñas fotos de su cara rubia –las pecas prominentes como en relieve, los ojos verdes mirando perdidamente algún punto lejano detrás de la cámara, detrás del camarógrafo. Cuatro formularios y dos fotos salieron del maletín esta mañana, abandonados como emisarios en lujosas mansiones de antaño –las únicas que se mantienen lujosas ya –destinados a perderse en infinitas y romotas montañas de otros papeles y otras fotos. Sus últimos billetes remontaron vuelo en un gasto imprevisto, pero ojalá efectivo: desaparecidos en la mano febril de una oficinista gorda de anteojos redondos y sonrisa torcida, confiados a asegurar que su formulario y su fotos terminen en las cúspides de las montañas de papel, sobre otros papeles que salieron de otros portafolios importados –regalos todos- otras fotos que revelan hombres sin pestañear, mujeres tragando fuerte, y niños incómodos con esperanza y hartos de rezar, cuyos múltiples ojos se pierden en la distancia común de un futuro de mitos y decepciones.

El cielo sobre la ciudad se enmorece, densas nubes de concreto se funden en una sola masa que lo cubre todo. Una que otra gota, errante y gorda, avisa que la tormenta que se vislumbra sobre el mar, sobre la oscura bahía, se está moviendo más rápido de lo que dice la gente. Quizás los tome a todos por sorpresa.

Lázaro aprieta el paso y refugia el maletín bajo el brazo. Se mueve con agilidad y sigilo entre la multitud, quien ya ha empezado a murmurar descontento y pánico. No tiene espíritu para soportar la espera interminable, la humillación incierta de pedir aventón. Con suerte y con fuerza estará en casa antes de que llueva demasiado.

Lázaro se abre paso a codazos entre la muchedumbre ociosa, que se agrupa sobre el pavimento a discutir la tormenta a grandes voces antes de caer en chismorreos, comentando el programa de anoche, afanándose del negocio que se vislumbra, y todos escondiendo sus planes de viajar, de irse, de salir de aquí.

Las olas se estrellan contra la pared de la bahía como una batería de truenos. Una ráfaga de viento cargada de agua de mar revuelve unos periódicos viejos en un remolino al acecho. Las nubes se avalanzan sobre la ciudad. La rodean.

Y cae la lluvia. Como un insulto.

Todo se paraliza, los autos y los motores se detienen atónitos, la gente confusa dejan escurrirse el agua sobre sus hombros.

El viento se encarniza, sacude las palmas muertas. Las nubes descienden como un castigo, descargándose, llenando los espacios vacíos entre los edificios, cubriéndolo todo en una gasa grisácea que confunde las formas y desorienta los sentidos. Un rayo de luz rajada parte el día en dos.

La muchedumbre se espavila en masa, corriendo por doquier. Lázaro se enguarece bajo un andamio de arcos roídos. Allí se enfrenta a cinco personas más, amontonados en un círculo paranoíco, mientras el día desaparece tras el manto de agua turbia, y reaparece en fragmentos iluminados de relámpagos, y aplausos que retumban en las sienes. El viento azota los edificios antiguos, retazos de pintura se descascarillan y echan a volar.

La tormenta abre su gran bocaza negra y se traga la ciudad entera, degustando tres millones de almas en su paladar insípido.

Lázaro siente que la tormenta lo empuja y le arrebata la ropa, para dejarlo, desnudo y tiritando, en medio de la Avenida Central. Hace un ademán de protección, intenta reabotonar su camisa, y en aquel movimiento fugaz, un instante de imperceptible descuido, aprovecha la tormenta para robarle el portafolio de cuero, zafarlo de sus dedos largos, y tirarlo, calle abajo, dando tumbos entre los autos inmóviles y los charcos que se agigantan por minutos.

Sin pensarlo, Lázaro escapa la protección del arco roído, y las miradas incrédulas de los cinco otros cautivos. La lluvia le arremete con fuerza, piedritas afiladas que se incrustan en su cuello y manos y cara, calándolo hasta el hueso. El viento silba ensordecedor en sus tímpanos, revolviendo sus cabellos como si cayera de una gran altura, y prácticamente levantándolo en vilo.

Lázaro divisa el portafolio casi a una cuadra de distancia, sumergido, atrapado entre la calle inundada y la goma de un auto abandonado. Corre sobre el agua, creando pequeñas tormentas a su paso.

Las calles están desiertas, indistintas bajo las nubes grises e implacables del ciclón. La ciudad paralizada como en suspenso, entre pensamientos y palabras, en anticipación. Una sola forma se mueve entre la gasa, desplazándose en la cámara lenta de la desesperación. Lázaro cae de rodillas, hundiéndose hasta el muslo. Las gotas de lluvia caen sobre el agua estancada, una sinfonía líquida de besos cristalinos.

Al abrir el portafolio de cuero desgarrado y sucio, Lázaro lo encuentra todo en caos. La lluvia se precipita como bombas aéreas sobre los formularios enclenques, destiñendo sus firmas, lavándolos de tinta y de nombres, direcciones y ocupaciones, motivos de viaje. Los sellos se desintegran oficialmente, llevándose consigo las cifras de dinero, las traducciones, las palabrerías legales. Y dejando atrás páginas después de páginas y más páginas, todas completamente en blanco.

Solitario y silencioso, Lázaro se endereza ante la lluvia indómita. Cada pulgada de su cuerpo mojado lo empuja de regreso a sus rodillas, a la calle, cloaca con desechos –hojas y latas y pedazos de cajetas- flotando gravemente -como cadáveres río abajo.

Lázaro eleva su cara con los ojos abiertos ante los agujazos de la lluvia, desafiando la tormenta abiertamente, sin valor ni cobardía, sino pura decisión.

Pesadas gotas se posan sobre sus mejillas, y ruedan, decepcionadas, hasta caer sobre las fotos de su cara rubia, de su mirada perdida.

En un gesto súbito, Lázaro ofrece su sucio portafolio, sus limpios papeles, sus décadas de vivir en espera como un sacrificio al viento –y la tormenta hambrienta remonta al cielo un gran remolino de páginas blancas y puras y fotos débiles que se desvanecen en la confusión.

El viento cesa, la lluvia cesa; las nubes negras se disuelven sobre el mar.

La tempestad azora.

El sol que emerge, débil pero victorioso, abre sus ojos húmedos ante una ciudad nueva, un mar radiante. Blanquísimas columnas que relucen en la claridad dorada, sin hollín, sin mugre. Las fachadas, desprovistas de jirones de pintura moribunda, lucen sus espléndidos colores castos. Balcones de hierros retorcidos brillan sobre las calles mojadas, lustradas por la tempestad. Restregada y limpia, la ciudad se yergue de blanco y respira. Invita a respirar.

La multitud incrédula bautiza las calles vírgenes, con cara de asombro y gratitud, como si de una larga pesadilla acabaran de despertar.

Con el sol en la cara y el cabello mojado, Lázaro enfila sus pasos y reanuda sin prisa el largo camino a casa.

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